La mañana de este viernes
06 de diciembre, tomó por sorpresa a más de uno –voy metida en esa lista- con la noticia de la llegada de Robinson
Canó, uno de los grandes baluartes de los Bombarderos
del Bronx, a los Marineros de Seattle, con un contrato de
impacto: 10 años por la módica suma de 240 millones de dólares.
Desde que la temporada
regular culminó los ojos estaban puestos en lo que haría Canó, pues su
contrato con los Yankees llegaba a su final y sería una de las joyas de esa
corona llamada agencia libre.
Las críticas llovieron
sobre el dominicano, quien desde un principio dejó claro que el equipo que
quisiera contratar sus servicios debía pagar y hacerlo muy bien. Cifras iban y
venían. Las negociaciones para lograr extender su contrato con Nueva York caían
en una suerte de “tira y encoje” que dejaron en evidencia que ninguna de las
dos partes iban a dar su brazo a torcer. Los de la Gran Manzana, por un lado, negados a pagar el famoso impuesto al lujo, no iban a ofrecer a Robinson la
suma que solicitaba, y por otro lado, el pelotero defendió hasta el final que
eso era lo que él quería: un contrato mega millonario.
Con todo lo que viven los
Yankees desde el inicio de la pasada campaña, las lesiones de su pelotero
emblema y capitán del equipo, el reto de bajar los costos de la nómina, sin
olvidar la cruzada emprendida por Alex Rodríguez y su batalla por demostrar su
inocencia en el caso de dopaje, apelaciones, acusaciones y pare usted de
contar, todo apuntaba a que retener a Canó en las filas de los Mulos era casi una obligación. Sin
embargo, el segunda base no estaba en la misma página que la gerencia de Nueva
York, lo que daría paso a su llegada a la conocida Corte
del Rey.
¿Podemos criticar a Canó por
buscar el mejor contrato posible, aunque muchos hablen que sólo le interesa el dinero
y no ganar campeonatos? Hay mucha gente que, aún con todos los avances que
vivimos año tras año, con las experiencias que nos deja el tiempo, siguen
hablando del deber ser desde un punto
de vista poco práctico. Y no temo afirmar dicha situación porque la realidad es
que, mentalmente, hemos hecho hasta lo imposible para que así sea.
Pocos creían que Canó se
marcharía de Nueva York –y me anotan de
nuevo en esa lista- porque por alguna razón, se le delegó sin preguntas el
título de “pelotero franquicia”, ese que nunca abandonará a su equipo. El
destinado a ser el sucesor de Jeter.
Esa visión utópica nacida
muchas veces del fanatismo, del amor a una camisa, fue creada para
contrarrestar la realidad: mientras para quienes disfrutamos del béisbol fuera
del diamante esto es un deporte, para aquellos que lo practican es un trabajo. Y el
talento siempre tiene un precio. Un jugador pone sus condiciones, entra en
conversaciones para negociar sus servicios y responde a la mejor oferta. ¡Cómo
en la vida misma! -quitando los millones
de dólares anuales, claro-
Quizás es una situación incómoda
de asimilar porque termina restando un poco a la belleza del sentir un equipo, pero
los negocios son exactamente eso, ni más ni menos. Ya la historia se ha encargado
de mostrarnos varios ejemplos: Babe Ruth (de Red Sox a Yankees), David Beckham y Cristiano
Ronaldo (de Man. United al Real Madrid), Albert Pujols (de Cardinals a Anaheim)
o el mismo Josh Hamilton (de Rangers a Anaheim). Y como ellos, son muchos.
También están quienes han optado por
menospreciar el talento de Canó al compararlo con el valor hipotético de Miguel
Cabrera. Miggy es un fenómeno, pero
cuando le toque a él estar en esa posición entonces podremos hablar de su
valor, pues al final del día un pelotero valdrá lo que indique el contrato. En
el estricto sentido económico, ha sido y seguirá siendo así.
Robinson Canó consiguió lo
que buscaba. No será lo más aplaudido por muchos, pero en mi opinión, jugó a
ganador y sacó el mejor provecho posible de la situación. Dentro de 10 años,
veremos si todo lo que hizo valió la pena beisbolísticamente,
porque monetariamente fue un grand slam. Después de todo, el talento se paga.