Por Maiskell Sánchez @maiskell
Leo
en Twitter, “juego de infarto”, “me va a dar algo” “que estrés” “que
sufrimiento” y otros más emocionados escriben “qué locura esta vaina” “Qué
bolas de juego” No me queda otra que prender la televisión. Es el tercer cuarto
del séptimo partido de la final de la NBA.
Veo
a un gigante ser el dueño completo de la cancha: LeBron James. La cancha se ve
chiquita. El juego es tan rápido que alegrarse o quejarse pasa en fracciones de
segundos. No importa si no entiendes, igual emociona.
En
mi familia, hay fanáticos para todos los deportes y equipos. Busco al que es
fanático del Miami Heat y al de San Antonio Spurs para comentar con ellos el
juego. Confieso que voy por el Miami Heat, pero a mi me gusta Tony Parker: Qui
n´en a pas?
Me
remonto de inmediato a los tiempos cuando practicaba tenis de mesa (me pregunto
porqué escogí ese juego) donde mi entrenador –el chino, chino asiático y más
venezolano que la arepa- nos tenía que sacar de la cancha de basket para seguir
el entrenamiento. Driblar me encantaba, claro, con mi tamaño no serviría ni
para piloto, pero ese es otro cuento.
Al
día siguiente, en el almuerzo, la conversa giró sobre la final de la NBA y el
basket en general. En vez de aprender porqué son tres, dos, o un punto, lo
primero que pregunté fue por Andersen, jugador que imagino, debe tener tatuados
hasta las plantas de los pies. Hacerle una foto sería genial.
Lo
que más me emociona es lo rápido que cambia la pizarra.
El
equipo que siempre me gustó era el de Michael Jordan, así que grité a ritmo de
Chicago Bulls y de los Wizards. Conclusión: lo que me gustaba era el juego de
Michael Jordan.
Por
este desorden en el basket, busco quien me enseñe a entender el juego por
completo, y compartir los cuarenta y ocho minutos dentro de una cancha para
terminar diciendo: ¡Qué grande LeBron James!
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