Imagen tomada de la web.
Mi memoria se parece mucho
a la de Doris en Finding Nemo, pero
hay cosas que te marcan, se quedan grabadas en la mente y se convierten en tu propio “P. Sherman, calle Wallaby 42, Sidney” –como decía en la película- Son recuerdos
que no puedes borrar. Viven contigo, y se hacen parte de tus historias.
Era 1997. Caracas y
Magallanes jugaban por el campeonato de la Liga Venezolana de Béisbol
Profesional de la temporada 96-97. El equipo de Valencia dominaba la serie 3-1
y el quinto juego tendría lugar el 29 de enero de ese año.
No sé usted que me lee,
pero para mí ser fanática es cosa seria, o al menos así recuerdo que lo aprendí.
Uno no empieza a admirar a un equipo sin la influencia de alguien importante en
su vida. Para aquel entonces, yo no conocía a una persona que amara tanto a una
franquicia deportiva como Aponte amaba al Magallanes. ¡Era un bárbaro! –así, como suelen ser los abuelitos- Y
por supuesto, me llevó por los caminos de la nave turca. Él y Álvaro Espinoza,
pero esa se las cuento luego.
Aprendí a amar al Magallanes
como lo hacía mi abuelo. Así que, al llegar la temporada había que encender la
tv, y mirar atenta. Reír, pelear con la pantalla, celebrar y vivir las
derrotas. Así era eso, así sigue siendo…
Días antes de comenzar la
gran final, e inmersa en la maravilla que implica la inocencia de ser niña, fui
a visitar a mi abuelo. No sabía bien por qué estaba en ese lugar de paredes
blancas y frío intimidante, pero fuimos a verlo. Estaba loca por contarle sobre
las cosas del colegio y por supuesto, hablar del Magallanes.
Aquel señor de piel oscura
que me hablaba de béisbol, que me enseñaba la música de Wilfrido Vargas, y a
distinguir entre Barlovento y Sotavento, parecía diferente. En una
cama, con una lentitud poco habitual en él, hizo su mejor esfuerzo por no mostrar
lo que padecía. ¡Y lo logró, como todo lo que se proponía!
Como buen magallanero
había dejado claro: sin importar lo que sucediera, de quedar campeones había
que celebrar. Mucho más si era contra el Caracas.
Un beso de despedida. La
bendición habitual, esa que ya hasta por costumbre a veces ni se escucha, uno
sólo la supone. Un largo abrazo y la confianza de que lo vería después.
29 de enero de ese 1997. Día
de mucho movimiento en casa. Entre una ducha rápida y el corre corre de mis familiares, lo supe. La mirada vacía y triste de
mi mamá fue la antesala a la noticia que todos esperaban. Todos menos yo.
No lo comprendí en el
momento. Sólo lloraba. Hasta las 7:30 de la noche. Ese día teníamos una cita
con el béisbol, y me tocaba estar en representación de los dos, pues ya tú no
estabas. Seguí tus palabras al pie de la letra. Ese 29, celebraba el título de
nuestro equipo, luego de un hermoso 10-0 contra el eterno rival. Celebraba
contigo, porque no podía hacer otra cosa sino eso, festejar la victoria en medio de mi
tristeza infinita.
Te fuiste sin hacer mucho
ruido. Tenía apenas nueve años cuando dejé de verte. Mucho tiempo después
entendí sobre la funesta enfermedad que te había sacado de nuestro diamante.
Hoy se cumplen 17 años de
tu partida. Y hago lo mismo que aquel entonces, pues Magallanes conquistó el
título número doce de su historia. Nuevamente en cinco juegos. Hoy ha sido uno
de esos días en los que la nostalgia viene con sonrisas, la misma que me invade cada vez
que te recuerdo.
No creo en Dios, así que
entiendo que un reencuentro entre nosotros no será posible, pero es lindo
pensar en todo lo que estarías disfrutando si estuvieras aquí. Con risas,
brincando por el bicampeonato, el tercero de nuestra historia. ¡Es que hasta
bonito se escucha, chico!
Sigo celebrando y
brindando en tu nombre por este nuevo título. Sólo me queda darte las gracias,
viejo… Como siempre, Magallanes pa’ ti, pa’ mi y luego para todo el mundo.